sábado, 29 de agosto de 2015

Renunciar para amar

Le dice San Pablo a los Tesalonicenses:
"Hermanos:
Acerca del amor fraterno no hace falta que os escriba, porque Dios mismo os ha enseñado a amaros los unos a los otros".
Ya desde el principio, como leemos en el Génesis, sabemos que el amor fraterno era una exigencia en la vida del hombre, por eso el Génesis nos relata la lucha entre Caín y Abel, y nos cuenta lo que Dios le decía a Caín:
"¿no eres tú, acaso, responsable de la vida de tu hermano?"
Con esto sabemos que ya desde el principio el hombre sabe que debe hacerse responsable del hermano, y no es sólo una exigencia moral, sino que al hablar de "hermano" es algo que va más allá del formalismo de cumplir un mandato.
Pero, ya desde ese momento, el hombre vive esa contradicción interna entre el saber que tiene que amar y el conocer su amor propio. Porque la lucha entre Caín y Abel que llevó al asesinato de Abel surge por los celos, la envidia, y cuando el pecado entra en juego en nuestra vida nos ciega de tal manera que nos impide vivir el amor fraterno.
Así vemos también, en el relato de la muerte de Juan Bautista, cómo por "amor a uno mismo" se mata a un hombre que era admirado, escuchado, pero pudo más el deseo de venganza y el amor propio, que la verdad y el deseo de seguir escuchando sus palabras, aunque estas señalaran el pecado y el error.
El amor propio es una fuerza muy difícil de acallar cuando somos heridos y tocados en él, nos lleva, muchas veces, a renunciar hasta lo más sagrado y profundo que tenemos. Por eso es lo primero que Jesús nos pide entregar: "niégate a ti mismo", porque sabe que sólo el amor propio es capaz de apartarnos de su amor y el amor a los hermanos.
Pidámosle al Espíritu Santo que podamos cada día, al despertarnos, pedir la fuerza para poder despojarnos de nosotros mismos para "amar como Jesús nos ha amado".

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