"Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal.
No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad".
Antes de volver al Padre, en la Última Cena, Jesús hace una hermosa oración que lleva consigo un montón de advertencias y consejos, además de pedidos al Padre para que nos proteja y nos cuide.
En este párrafo del Evangelio de hoy hay unas cuantas cosas que son muy interesantes y profundas para nuestra vida. Algo que siempre recuerdo y tenemos que recordar: "no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo". No es que nos la queramos dar de seres extraterrestres o mejores que los demás, pero hay una realidad que supera lo que nosotros hemos querido: somos seres espirituales, y hemos sido hecho hijos en el Hijo. Por eso no somos del mundo, hemos sido consagrados por el bautismo y transformados por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
A esa realidad se refiere Jesús. Él podría al haberse encarnado volverse tan humano que olvidara su realidad de Hijo de Dios, pero en todo momentos nos recuerda que no es así, que Él vivió en una búsqueda constante de la Voluntad de Dios, y como dice el escritor de la carta a los Hebreos "por el sufrimiento aprendió lo que significa obedecer".
Jesús no quiere que Dios nos quite del mundo, porque el mundo es el campo de siembra de la Palabra de Dios, de la Buena Noticia que hemos recibido, y por eso debemos estar en él para poder dar testimonio claro y real de lo que creemos, de lo queremos vivir: una vida en santidad, una vida iluminada por la Palabra de Dios, una vida de obediencia filial en el amor al Padre, una vida consagrada en la verdad para indicar el camino que conduzca a la Vida Nueva en el Espíritu.
El Padre nos ha consagrado en la Verdad porque el Hijo es la Verdad, porque su Palabra es Verdad ¿cuándo? Cuando el agua bautismal fue derramada sobre nosotros y fuimos ungidos con el santo crisma, ese día fuimos consagrados al Padre, ese día fuimos purificados y ungidos como sacerdotes, profetas y reyes, unidos a Cristo nuestro Señor y Rey. Desde ese día ya no somos sólo hombres que viven en el mundo, sino que somos cristianos que peregrinan en el mundo teniendo como meta el Reino de los Cielos. Una peregrinación y una misión, pues mientras peregrinamos hacia el Cielo vamos dejando huellas de Cristo en la historia, huellas claras que van anunciando el Camino, huellas que marcan el camino, huellas que hablan de lo que vivimos, de cómo lo vivimos y de lo que queremos vivir; huellas que serán seguidas por quienes vienen detrás y que, por eso, aunque no lo queramos, nos hacen referentes de vida, testigos de lo que creemos, responsables de lo que vivimos, y apóstoles de la Vida que hemos recibido.
Por eso Jesús le pedía al Padre que nos libre del mal, para que no nos dejemos conquistar por falsas teorías, por falsas doctrinas que no son la Palabra de Dios, sino que son palabras humanas que no dan vida, sino que la quitan, la perturban. Dejemos que el Espíritu Santo nos ilumine, nos guíe y nos fortalezca para que cada día recorramos este camino de santidad e iluminemos el camino de los que no saben por dónde ir.
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