Venga a nosotros tu reino..." decimos cada vez que el Padre Nuestro sale por nuestros labios. Pero... ¿cuál es su Reino? ¿Cómo es su Reino? ¿Cómo viene a nosotros?
"Mi Reino no es de este mundo" contesta Jesús, porque Él viene del Padre, como cada uno de nosotros y vuelve al Padre, como volveremos nosotros. Somos de Dios y a Dios volvemos, por eso queremos vivir el Reino que hemos conocido y que se nos ha anunciado, "aquí en la tierra como en el Cielo".
"El Reino de Dios está cerca... está en vosotros".
"Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a fijar en él nuestra morada".
Esos santos de los que habla el autor, son los mismos santos de los que habla San Pablo en sus cartas: los que formamos parte del Cuerpo Místico de Cristo, nosotros, cada uno de nosotros que ha recibido el Espíritu Santo por el agua bautismal somos los santos, en quienes habita el Reino de Dios.
Somos quienes llevamos en nuestros corazones la semilla eterna de un Reino que no es de este mundo, y por eso hemos de sembrarla en nuestras vidas cotidianas para que comiencen a dar frutos abundantes. Pero ¿cómo sembramos el Reino? También lo decimos en el Padre Nuestro: "hágase Tu Voluntad en la tierra como en el Cielo". La santidad no es la perfección del hombre sino la perfección del hijo de Dios, nuestra vida identificada con la de Cristo, nuestra vida puesta en sus Manos para que, como Él, alimentarnos sólo con la Voluntad del Padre, y en obediencia de amor aceptar Su Palabra y vivir en fidelidad de Amor a Dios.
Así, desterraremos de nosotros el pecado que no permite que nazca y surja el Reino de Dios. Así quitaremos de nosotros los frutos del pecado que son la envidia, el egoísmo, la mentira, la codicia, la vanidad, la soberbia, las discordias, las peleas, y la muerte. Para dar lugar a que el Espíritu que habita en nosotros pueda dar frutos abundantes de amor, alegría, gozo, verdad, unidad, paz, fraternidad, justicia, para que finalmente "el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser, corruptible, debe revestirse de santidad y de incorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos ya a disfrutar de los bienes de la regeneración y de la resurrección" (Orígenes).
Tenemos en nosotros, como dice San Pablo, "un tesoro en vasijas de barro", no permitamos que ese tesoro no brille, sino que aceptemos el desafío de vivir en Dios para que su Reino, que está en nosotros, se realice y se propague gracias a nuestra fidelidad y constancia.
"Mi Reino no es de este mundo" contesta Jesús, porque Él viene del Padre, como cada uno de nosotros y vuelve al Padre, como volveremos nosotros. Somos de Dios y a Dios volvemos, por eso queremos vivir el Reino que hemos conocido y que se nos ha anunciado, "aquí en la tierra como en el Cielo".
"El Reino de Dios está cerca... está en vosotros".
"Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a fijar en él nuestra morada".
Esos santos de los que habla el autor, son los mismos santos de los que habla San Pablo en sus cartas: los que formamos parte del Cuerpo Místico de Cristo, nosotros, cada uno de nosotros que ha recibido el Espíritu Santo por el agua bautismal somos los santos, en quienes habita el Reino de Dios.
Somos quienes llevamos en nuestros corazones la semilla eterna de un Reino que no es de este mundo, y por eso hemos de sembrarla en nuestras vidas cotidianas para que comiencen a dar frutos abundantes. Pero ¿cómo sembramos el Reino? También lo decimos en el Padre Nuestro: "hágase Tu Voluntad en la tierra como en el Cielo". La santidad no es la perfección del hombre sino la perfección del hijo de Dios, nuestra vida identificada con la de Cristo, nuestra vida puesta en sus Manos para que, como Él, alimentarnos sólo con la Voluntad del Padre, y en obediencia de amor aceptar Su Palabra y vivir en fidelidad de Amor a Dios.
Así, desterraremos de nosotros el pecado que no permite que nazca y surja el Reino de Dios. Así quitaremos de nosotros los frutos del pecado que son la envidia, el egoísmo, la mentira, la codicia, la vanidad, la soberbia, las discordias, las peleas, y la muerte. Para dar lugar a que el Espíritu que habita en nosotros pueda dar frutos abundantes de amor, alegría, gozo, verdad, unidad, paz, fraternidad, justicia, para que finalmente "el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser, corruptible, debe revestirse de santidad y de incorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos ya a disfrutar de los bienes de la regeneración y de la resurrección" (Orígenes).
Tenemos en nosotros, como dice San Pablo, "un tesoro en vasijas de barro", no permitamos que ese tesoro no brille, sino que aceptemos el desafío de vivir en Dios para que su Reino, que está en nosotros, se realice y se propague gracias a nuestra fidelidad y constancia.
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