Del Tratado de Tertuliano, presbítero, Sobre la oración
La oración es una ofrenda espiritual que ha eliminado los antiguos sacrificios.
¿Qué me importa -dice- el número de vuestros sacrificios? Estoy harto de
holocaustos de carneros, de grasa de becerros; la sangre de toros, corderos y
chivos no me agrada. ¿Quién pide algo de vuestras manos?
El Evangelio nos enseña qué es lo que pide el Señor: Llega la hora -dice-
en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad. Porque Dios
es espíritu y, por esto, tales son los adoradores que busca. Nosotros somos los
verdaderos adoradores y verdaderos sacerdotes, ya que, orando en espíritu,
ofrecemos el sacrificio espiritual de la oración, la ofrenda adecuada y
agradable a Dios, la que él pedía, la que él preveía.
Esta ofrenda, ofrecida de corazón, alimentada con la fe, cuidada con la verdad,
íntegra por la inocencia, limpia por la castidad, coronada con el amor, es la
que debemos llevar al altar de Dios, con el acompañamiento solemne de las buenas
obras, en medio de salmos e himnos, seguros de que con ella alcanzaremos de Dios
cualquier cosa que le pidamos.
¿Qué podrá negar Dios, en efecto, a una oración que procede del espíritu y de
la verdad, si es él quien la exige? Hemos leído, oído y creído los argumentos
que demuestran su gran eficacia.
En tiempos pasados, la oración liberaba del fuego, de las bestias, de la falta
de alimento, y sin embargo no había recibido aún de Cristo su forma propia.
¡Cuánta más eficacia no tendrá, pues, la oración cristiana! Ciertamente, no hace
venir el rocío angélico en medio del fuego, ni cierra la boca de los leones, ni
transporta a los hambrientos la comida de los segadores (como en aquellos casos
del antiguo Testamento); no impide milagrosamente el sufrimiento, sino que, sin
evitarles el dolor a los que sufren, los fortalece con la resignación, con su
fuerza les aumenta la gracia para que vean, con los ojos de la fe, el premio
reservado a los que sufren por el nombre de Dios.
En el pasado, la oración hacía venir calamidades, aniquilaba los ejércitos
enemigos, impedía la lluvia necesaria. Ahora, por el contrario, la oración del
justo aparta la ira de Dios, vela en favor de los enemigos, suplica por los
perseguidores. ¿Qué tiene de extraño que haga caer el agua del cielo, si pudo
impetrar que de allí bao jara fuego? La oración es lo único que tiene poder
sobre Dios; pero Cristo no quiso que sirviera para operar mal alguno, sino que
toda la eficacia que él le ha dado ha de servir para el bien.
Por esto, su finalidad es servir de sufragio a las almas de los difuntos,
robustecer a los débiles, curar a los enfermos, liberar a los posesos, abrir las
puertas de las cárceles, deshacer las ataduras de los inocentes.
La oración sirve también para perdonar los pecados, para apartar las
tentaciones, para hacer que cesen las persecuciones, para consolar a los
abatidos, para deleitar a los magnánimos, para guiar a los peregrinos, para
mitigar las tempestades, para impedir su actuación a los ladrones, para
alimentar a los pobres, para llevar por buen camino a los ricos, para levantar a
los caídos, para sostener a los que van a caer, para hacer que resistan los que
están en pie.
Oran los mismos ángeles, ora toda la creación, oran los animales domésticos y
los salvajes, y doblan las rodillas y, cuando salen de sus establos o guaridas,
levantan la vista hacia el cielo y con la boca, a su manera, hacen vibrar el
aire. También las aves, cuando despiertan, alzan el vuelo hacia el cielo y
extienden las alas, en lugar de las manos, en forma de cruz y dicen algo que
asemeja una oración.
¿Qué más podemos añadir acerca de la oración? El mismo Señor en persona oró; a
él sea el honor y el poder por los siglos de los siglos.
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