Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir,
Los preceptos evangélicos, hermanos muy amados, no son sino
enseñanzas divinas, fundamentos para edificar la esperanza, medios para
consolidar la fe, alimento para inflamar el corazón, guía para indicar el
camino, amparo para obtener la salvación; ellos, instruyendo las mentes dóciles
de los creyentes en la tierra, los conducen a la vida eterna.
Ya por los profetas, sus siervos, Dios quiso hablar y hacerse
oír de muchas maneras; pero mucho más es lo que nos dice el Hijo, lo que la
Palabra de Dios, que estuvo en los profetas, atestigua ahora con su propia voz,
pues ya no manda preparar el camino para el que ha de venir, sino que viene él
mismo, nos abre y muestra el camino, a fin de que, los que antes errábamos
ciegos y a tientas en las tinieblas de la muerte, iluminados ahora por la luz de
la gracia, sigamos la senda de la vida, bajo la tutela y dirección de Dios.
A más de otras enseñanzas y preceptos divinos, con los cuales
encaminó a su pueblo a la salvación, Cristo nos enseñó también la forma de orar,
él mismo nos inculcó y enseñó las cosas que hemos de pedir. Quien nos dio la
vida nos enseñó también a orar, con aquella misma benignidad con que se dignó
dar y conferir los demás dones, para que, al hablar ante el Padre con la misma
oración que el Hijo enseñó, más fácilmente seamos escuchados.
El Señor había ya predicho que se acercaba la hora en que los
verdaderos adoradores adorarían al Padre en espíritu y en verdad; y cumplió lo
que antes había prometido, de manera que nosotros, que por su santificación
hemos recibido el espíritu y la verdad, también por su enseñanza podamos adorar
en verdad y en espíritu.
¿Pues qué otra oración en espíritu puede haber fuera de la
que nos fue dada por Cristo, el mismo que nos envió el Espíritu Santo? ¿Qué otra
plegaria puede haber que sea en verdad ante el Padre, sino la pronunciada por
boca del Hijo, que es la misma verdad? Hasta tal punto, que orar de manera
distinta de la que él nos enseñó no sólo es ignorancia, sino también culpa, ya
que él mismo dijo: Anuláis el mandamiento de Dios por seguir vuestras
tradiciones.
Oremos, pues, hermanos muy amados, tal como Dios, nuestro
maestro, nos enseñó. A Dios le resulta familiar y aceptable la oración, cuando
oramos con la que es suya, cuando llega a sus oídos la oración del mismo Cristo.
Reconozca el Padre las palabras del Hijo, cuando hacemos
oración; el mismo que habita en nuestro interior esté también en nuestra voz y,
puesto que es abogado de nuestros pecados ante el Padre, pronunciemos las
palabras de este abogado nuestro cuando nosotros, pecadores, pidamos por
nuestros delitos.
Pues, si dice que cuanto pidamos al Padre en su nombre nos lo
concederá, ¿con cuánta mayor eficacia no obtendremos lo que pedimos en el nombre
de Cristo, si lo pedimos con su propia oración?
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