"Yo sé que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño. Incluso de entre vosotros mismos surgirán algunos que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos en pos de sí".
San Pablo ha tenido siempre mucha claridad en cuanto a la realidad del hombre, es decir, sabe que en el hombre existe la tendencia al pecado de hacer lo que no debe, una tendencia que lo lleva a querer hacer siempre lo que no se debe: "no hago el bien que quiero sino el mal que no deseo". Y es a esa realidad a la que se refiere, pues ese pecado original que sigue habitando en nosotros, es el que nos lleva, muchas veces, a querer ser nosotros mismos los dominadores, no sólo de nuestras vidas, sino de la vida de los demás.
Los celos y la envidia son fruto de ese pecado que habita en nosotros y es el que nos lleva muchas veces a sembrar cizaña en el corazón de los demás. Una cizaña que parte, quizás de una pizca de verdad, pero que en el fondo forma parte del propio pecado de no saber aceptar la Verdad de Cristo en mi vida, de no querer aceptar obedecer a la Voluntad, y por eso, esa mala siembra va detruyendo la confianza, el amor, ya sea en lo personal, como en la familia, como en la comunidad.
Por eso Jesús, también en la Última Cena, exhortaba a los apóstoles y les decía:
"No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad».
No nos damos cuenta que estamos insertos en un mundo que no busca la Verdad, sino que confía en su propia verdad que no es la Verdad de Dios, pues busca su propio interés y no el que Dios quiere que busquemos. ¿Cómo saber cuándo estamos buscando nuestra propia verdad y no la de Dios? "Por los frutos los conoceréis", dice el Señor. Porque cuando sólo buscamos nuestro propio interés y no el de Dios, la siembra que hacemos no sirve, no da frutos, y los frutos que da, muchas veces, son de desunión, discoridas, desaveniencias, tristezas, disputas, en definitva se va destruyendo el amor y la convivencia, tanto en una familia, como en una comunidad cristiana.
Por eso, nuestro caminar en el Señor tiene que ser un permanecer en su Amor y Verdad, para que sea el Espíritu quien nos anime y fortalezca para buscar siempre la Verdad de Dios y no nuestra propia verdad. Cuando no estamos en una constante y profunda relación con el Señor, por su Palabra y su Eucaristía, entonces siempre corremos el riesgo de que nuestras acciones no sean de Dios, sino sólo del mundo. Y no nos olvidemos: "por los frutos los conoceréis".
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