Ayer venía de
viaje, desde algún lugar, y sentado al final del bus, casi durmiéndome vinieron
a mi cabeza situaciones que estamos viviendo, situaciones vividas y situaciones
que, a veces, no le encuentro explicaciones. Por eso me quedé con dos anécdotas
que les contaré y luego veré como las uno.
Claro que
todas las anécdotas surgieron a partir de muchos hechos que se han dando, y,
especialmente, de estos últimos días donde todos opinan sobre lo mal que son
los obispos al no dejar comulgar a los separados y vueltos a casar, algo que se
creía que iba a salir en el Sínodo, y otras cosas más que se esperaban y que no
han salido. Y otras situaciones donde siempre se pone por delante que no somos
misericordiosos por que no sabemos perdonar, que no tenemos misericordia porque
exigimos mucho, que no dejamos que cualquiera haga lo que quiera en la Iglesia,
y tantas otras cosas más.
Muchos saben
que soy el tercero de los tres hermanos, el más pequeño, y, por eso mismo, el
más caprichoso. Siempre desde pequeño hasta que entré al seminario (aunque ya
más joven eran menos, pero las había) tenía mis grandes berrinches, pero por
suerte en cada uno de esos momentos estaban mis padres. Siempre han sido muy
buenos, quizás demasiado buenos con sus tres hijos, pero nunca tuvieron mano
blanda ante los caprichos.
Si bien fuera
de casa era un chico bueno y simpático, en casa era un poco más pesadito con
mis caprichos. De pequeño (y no me avergüenza decirlo) me he llevado guardadas
unas cuantas manos de mi madre, y unos cuantos baños de cabeza con agua fría
hasta que se me pasaran los berrinches, pero es que, a veces, me volvía muy
insoportable. Y, aunque ahora se esté por no dar un buen cachete (no estoy a
favor de la violencia doméstica, pero como decían las abuelas: una buena
palmadita a tiempo cura muchas enfermedades) creo que en su momento me vinieron
muy bien, y poco a poco fueron ayudándome a madurar, a descubrir cuáles eran
los límites y cuál era mi lugar.
Y la otra
anécdota ocurrió en el Seminario, donde también tuve un gran padre, Efraín, que
como Mario y Chicha, fue comprensivo y a la vez justo y duro. Por eso, un día,
estaban comiendo en nuestra casa mis padres, Efraín me llamó la atención por
algo que no había hecho o lo había hecho mal. Mi madre puso una cara que lo
decía todo: a mi hijo no lo trates así. Claro le habían tocado al nene y eso no
lo permitiría. Pero, después, como mis padres y Efraín tenían una hermosa
relación, preguntaron y entendieron. Además vieron que yo me di cuenta que
había actuado mal y era justa la reprimenda.
Claro que en
nuestra vida siempre pasan de estas cosas. Cuando nuestros padres nos dicen a
todo que sí, sin ponernos límites para nada, son los mejores padres que
tenemos. Pero cuando nos dicen no a algo, ya dejan de ser los mejores para
pasar a ser los peores del mundo.
Desde siempre,
en todas las edades de la historia, ha habido grupos o comunidades que han
intentado vivir sin leyes, sin reglas, sin límites; pero todas han descubierto
que siempre hay límites, reglas y leyes, aunque más no sea la ley de decir “no
hay leyes”. Pero no siempre han prosperado. Hasta la mejor de las naciones que
fue pensada y soñada por Santo Tomás Mora: Utopía, tenía una Ley: la del Amor.
Pero ¿a que
viene todo esto? A que cuando formamos parte de algo tenemos que saber a qué le
decimos que sí. Cuando firmamos un contrato con alguna empresa, sabemos que no
siempre son claros, que siempre tienen una letra pequeña que no está a favor de
nosotros, sino de la empresa. Cuando ingresamos a un Grupo Política sabemos si
seremos de derecha o de izquierda, pero no podemos ingresar a un partido de izquierda
queriendo imponer ideas de derecha o al revés.
Por eso,
cuando aceptamos que somos parte de la Iglesia Católica, de la Anglicana, de la
religión Musulmana o Judía, sabemos a qué nos enfrentamos, cuáles son sus
ideas, sus doctrinas, su manera de vivir. Y al ingresar en una Comunidad
debemos saber qué y cómo tenemos que vivir, porque no podemos querer vivir en
una comunidad judía con ideales cristianos, en una musulmanas con criterios
judíos. ¿Cuál es la idea: vivir lo que me propone una religión o hacer una
religión a mi medida?
Pues si
quieres una religión a tu medida no ingreses en una religión que lleva siglos
viviendo, con una doctrina concreta, con un estilo de vida particular. Lee
primero el contrato y verás que no hay letra pequeña, pero lee todo el
contrato, no te quedes en lo que sólo te interesa y lo demás lo dejas para otro
día que nunca llegará.
Por ejemplo,
cuando a los 20 años decidí que quería ser sacerdote, sabía que para poder
vivir tenía que aceptar determinadas leyes de la Iglesia. Y eso me lo dejó muy
claro mi director espiritual. Y en los años de seminario también me fue
quedando claro. Nadie me engañó con lo que iba a vivir y cómo tenía que vivir.
Y acepté este camino sabiendo qué y cómo era. Y el día de mi ordenación
sacerdotal prometí obediencia a mis obispos y a sus sucesores, y prometí
aceptar el celibato “con la ayuda de Dios”, y prometí rezar el oficio de
lecturas, y prometí fidelidad al Señor.
Claro que todo
esto lo comprendí cuando acepte una realidad mucho más importante sobre mi
incorporación en la Iglesia (que la hice a los 19 años) que la Iglesia es una
institución divina, y que para estar en ella tenía que hacer un “salto en la
fe” y creer que Jesús, el Hijo de Dios, era su fundador y que era Él quien
había querido que fuera así. Y que lo que leíamos en la Misa era Palabra de
Dios y no de los hombres. Y que había leyes que, aunque no me gustaran, tenía
que intentar vivirlas, no por la prohibición de la ley, sino por ser un límite
para llegar con mayor seguridad a la Vida que Jesús me prometía.
Con el tiempo
esta realidad se ha ido haciendo, cada día, más clara: lo que sustenta mi vida,
como parte de la Iglesia, es la Palabra de Dios, en la que creo y a la que
adhiero, aunque muchas veces no la comprenda, pero que adhiero con todo mi ser,
por que es el único Camino que hoy quiero vivir.
Como sacerdote
dentro de este Pueblo no puedo no predicar la Palabra de Dios. Por eso, cuando
elegimos un lema para nuestra ordenación sacerdotal, no se nos ocurrió otro
que: “Cree lo que lees, predica lo que crees y practica lo que predicas”
Por eso, hoy,
frente a tantos católicos que creen saber más que la Palabra de Dios proponen
modificar las Palabras de Jesús frente a tantos temas, querer que los Papas y
los Obispos modifiquen la Palabra en la que creemos, me pregunto ¿realmente
creemos lo que leemos? ¿realmente predicamos lo que creemos? Y ¿realmente
queremos practicar lo que predicamos? Y se me hace añicos el razonamiento
cuando pienso que lo que leemos no lo creemos, porque no estamos creyendo en
que lo que leemos es Palabra de Dios, porque si lo creyéramos no dudaríamos en
que ese es El Camino para vivir.
Y ahora ¿si no
quieres vivir ese Camino por qué quieres seguir dentro de un Camino que no
quieres recorrer?
Por todo esto
tengo que dar gracias a Dios que puso en mi vida a mis padres y a mi formador,
porque me ayudaron a aceptar y a creer que los límites en nuestras vidas son
necesarios, que, aunque no los entendamos ellos: nuestros padres, y Nuestro
Padre, saben qué es bueno para nuestra vida. Me enseñaron que los caprichos
pueden tener nuestras buenas razones, pero no son más que esos: caprichos de
niños, y que quien tiene la Sabiduría puede saber un poco más de cómo ayudar a
la vida a crecer.
Claro que
siempre tendremos tiempo para un berrinche, pero si quiero seguir estando bajo
su tutela, si quiero seguir sintiendo su Amor, si quiero seguir siento su
protección y confiando en que nunca me abandonará, tengo también que aceptar
que ellos son padres y yo soy hijo, que Él es Padre y yo hijo, que Él es Señor
y yo acepto Su Voluntad.
En mi vida de
formación, finalmente, comprendí y acepté el Señorío del Señor de mi Vida, pero
sabiendo que el Señorío del Señor viene expresado, para mí que acepté estar
dentro de Ella, por la Vida de la Iglesia. Comprendí y acepté que aunque me
gusten o no me gusten las autoridades que tengo, he de aceptar que me ayuden a
discernir la Voluntad de Dios, que sean santos o no lo sean, son los cauces por
donde desciende la Gracia de Dios hacia mí. Comprendí y acepté que los
caprichos de querer vivir o hacer algo que no está de acuerdo con la Voluntad
de Dios los tengo que dejar para otro momento, que mientras tanto, si quiero
vivir en esta Familia de Dios, he de aceptar que la vida no son caprichos sino
que es un Camino, y, en ese Camino como en todos los caminos hay señales de
tráficos y leyes que me ayudan a llegar a destino.
Lo que, en
definitiva, agradezco es que me hayan ayudado a madurar mi vida de fe, porque
ser cristiano es una vida de fe, no son sólo leyes a cumplir y después mentir,
sino que es vivir la fe, es intentar, día a día, la Fidelidad a la Vida que nos
dio Dios Padre por medio de Jesús, Su Hijo Amado a quien envió al mundo para
que el mundo tenga vida y la tenga en abundancia.
Y, hasta que
Él vuelva y modifique lo que está escrito en los Santos Evangelios, intentaré,
todos los días: creer lo que leo, predicar lo que creo y vivir lo que predico.
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