El Señor ha muerto. La Cruz quedó vacía. El Gólgota quedó vacío.
El corazón de los apóstoles quedó desolado. La esperanza de los seguidores quedó destrozada.
Los Sumos Sacerdotes y los Escribas y Fariseos están alegres por que han dado muerte a aquél que les molestaba en su camino. Finalmente pudieron doblegar a La Palabra que les hacía ver su infidelidad.
María. María con Juan permanecen en silencio. Juan no habla sólo contempla la imagen de La Madre que desde su silencio le habla de esperanza, de fe, de amor. El silencio de la Madre es el único que dice la Verdad, porque Ella fue guardando todo en su Corazón, y el Espíritu que habita en su Corazón es quién le invita a creer, a sostenerse en la fe de la resurrección.
Aunque la espada le atravesó el corazón cuando oyó el último suspiro de su Hijo. Aunque el dolor se le hizo carne al sostener el Cuerpo sin vida de su hijo sobre su regazo. Aunque lo haya visto descansar sobre la fría piedra del sepulcro. Su Corazón sabe que no ha terminado todo, que se ha cumplido la Voluntad del Padre, pero no todo ha terminado, sólo una parte.
Ahora? Ahora resta esperar porque Él lo había dicho, porque él lo había anunciado y Él sólo hablaba de lo que había escuchado a Su Padre, y, por eso, había que esperar con confianza, con seguridad que Todo se cumpliría.
Hoy también nosotros esperamos. Esperamos no sólo cielos nuevos y tierras nuevas, esperamos que junto a Jesús resucite nuestra esperanza, resucite nuestro amor, nuestra fe, nuestros deseos de fidelidad a la Vida. Esperamos que la Gracia de Su Muerte nos libere de nuestros odios, rencores, prejuicios, venganzas, miedos, desavenencias; que nos libere del pecado de nuestra vanidad, de nuestro orgullo, de nuestra autosuficiencia; que nos libere de la muerte que ha matado nuestra alegría, nuestro gozo y nuestro deseo de vivir cada día con más intensidad lo que un día comenzamos a creer.
Hoy, también, para nosotros es un día de silencio para meditar, par reflexionar y par contemplar. Contemplamos la Cruz vacía, una Cruz sin Cristo porque ahora el Cristo de la Cruz soy yo, es mi Yo que tiene que subir cada día a esa Cruz para morir, para dejarse desangrar por amor a los hermanos, para dejarse encender por el Fuego del Espíritu y quemarse en el deseo de Fidelidad, en el deseo de Santidad, en el deseo de ser un instrumento fiable de las Manos del Padre. En esa Cruz hoy comienzan a crecer las raíces de la perfecta alegría, sí, de la perfecta alegría que da saber que, también nosotros, podemos alcanzar la plenitud de nuestra vida si, como el Hijo, vivimos una vida en obediencia de Amor a la Voluntad de Dios.
Hoy, la Cruz está vacía, me está esperando para comenzar una Vida Nueva.
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