martes, 22 de noviembre de 2016

Cultivar la siembra del Señor

En los últimos días del ciclo litúrgico la lectura del Apocalipsis nos recuerda el tiempo de la cosecha, o nos hace pensar, por lo menos, en la cosecha que se va a producir en nuestras vidas, pues llegará el día en que el Señor nos pida los frutos de aquello que Él sembró en nuestros corazones. Es cierto que no tenemos que estar pensando en los frutos, pero sí tenemos que pensar en qué semilla estamos sembrando y cómo la estamos cuidando.
Una buena cosecha no necesita solamente tierra buena, sino también semilla buena, y, además un buen riego, un buen desmalezamiento y tantas otras cosas que saben los que trabajan en el campo.
Algo parecido sucede en nuestras vidas, aunque lo cierto es que Quien sembró la semilla en nuestros corazones ha puesto la mejor de las semillas, pues es Su Propia Vida y el Espíritu Santo que la nutre constantemente. A partir de ese momento nos ha dejado a nosotros mismos para que sigamos el proceso de regarla con la Palabra de Dios y la Gracia sacramental, desmalezar las malas hierbas que van naciendo entre los surcos de la vida, protegerla de las aves que quieren quitarla de nuestro corazón y ayudar al sembrador en la poda de todo aquello que impide el crecimiento, o con aquello que ayuda al crecimiento.
Sabemos también que no sólo somos tierra en la que se sembró la semilla, sino que, al mismo tiempo, somos también sembradores de la Buena Semilla: nuestra voz, nuestros actos, nuestro comportamiento van haciendo volar el polen de nuestras flores a otros corazones para hacer nuevas simientes de Dios.


Él es el sembrador por eso llegará un día que vendrá a cosechar los frutos de esa siembra, por eso tengo que estar consciente y ser responsable de esa hermosa semilla que Él ha depositado en la tierra de mi corazón. Y, sobre todo, estar preparado pues no sabemos cuándo será ese día, sólo tenemos la certeza que cuando llegue Él nos pedirá los mejores frutos.

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