De las homías de san Gregorio Magno
Tomás, uno de los Doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos en el momento de
presentarse Jesús. Sólo este discípulo estaba ausente y, al volver y escuchar lo
que había sucedido, no quiso creer lo que le contaban. Se presenta
de nuevo el Señor y ofrece al discípulo incrédulo su costado para que lo palpe,
le muestra sus manos y, mostrándole la cicatriz de sus heridas, sana la herida
de su incredulidad. ¿Qué es, hermanos muy amados, lo que descubrís en estos
hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel
discípulo elegido estuviera primero ausente, que luego al venir oyese, que al
oír dudase, que al dudar palpase, que al palpar creyese? Todo esto no sucedió
porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de
un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las
heridas del cuerpo de su maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más
provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros
discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado,
nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe. De este modo, en
efecto, aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la
realidad de la resurrección.
Palpó y exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «¿No has creído, Tomás,
sino después de haberme visto? Como sea que el apóstol Pablo dice: La fe es la
firme seguridad de los bienes que se esperan, la plena convicción de las
realidades que no se ven, es evidente que la fe es la plena convicción de
aquellas realidades que no podemos ver, porque las que vemos ya no son objeto de
fe, sino de conocimiento. Por consiguiente, si Tomás vio y palpó, ¿cómo es que
le dice el Señor: No has creído, sino después de haberme visto? Pero es que lo
que creyó supera a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la
divinidad. Por esto lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su
divinidad al decir: ¡Señor mío y Dios mío! Él, pues, creyó con todo y que vio,
ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que
escapaba a su mirada.
Y es para nosotros motivo de alegría lo que sigue a
continuación: Dichosos los que sin ver han creído. En esta sentencia el Señor
nos designa especialmente a nosotros, que lo guardamos en nuestra mente sin
haberlo visto corporalmente. Nos designa a nosotros, con tal de que las obras
acompañen nuestra fe, porque el que cree de verdad es el que obra según su fe.
Por el contrario, respecto de aquellos que creen sólo de palabra, dice Pablo:
Van haciendo profesión de conocer a Dios, y lo van negando con sus obras. Y
Santiago dice: La fe, si no va acompañada de las obras, está muerta.
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