Homilía de San Jerónimo
Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío.
Como la cierva del salmo busca las corrientes de agua, así también nuestros
ciervos, que han salido de Egipto y del mundo, y han aniquilado en las aguas del
bautismo al Faraón con todo su ejército, después de haber destruido el poder del
diablo, buscan las fuentes de la Iglesia, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo.
Que el Padre sea fuente, lo hallamos escrito en el libro de Jeremías: Me han
abandonado a mí, la fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas,
incapaces de retener el agua. Acerca del Hijo, leemos en otro lugar: Han abandonado
la fuente de la sabiduría. Y del Espíritu Santo: El que beba del agua que yo le dé,
se convertirá en él en manantial, cuyas aguas brotan para comunicar vida eterna,
palabras cuyo significado nos explica luego el evangelista, cuando nos dice que el
Salvador se refería al Espíritu Santo. De todo lo cual se deduce con toda claridad
que la triple fuente de la Iglesia es el misterio de la Trinidad.
Esta triple fuente es la que busca el alma del creyente, el alma del bautizado,
y por eso dice: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. No es un tenue deseo
el que tiene de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la
sed. Antes de recibir el bautismo, se decían entre sí: ¿Cuándo entraré a ver
el rostro de Dios? Ahora ya han conseguido lo que deseaban: han llegado a la presencia de Dios y se
han acercado al altar y tienen acceso al misterio de salvación.
Admitidos en el cuerpo de Cristo y renacidos en la fuente de vida, dicen
confiadamente: Pasaré al lugar del tabernáculo admirable, hacia la casa de
Dios. La casa de Dios es la Iglesia, ella es el tabernáculo admirable, porque
en él resuenan los cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta.
Decid, pues, los que acabáis de revestiros de Cristo y, siguiendo nuestras
enseñanzas, habéis sido extraídos del mar de este mundo, como pececillos con el
anzuelo: «En nosotros, ha sido cambiado el orden natural de las cosas. En
efecto, los peces, al ser extraídos del mar, mueren; a nosotros, en cambio, los
apóstoles nos sacaron del mar de este mundo para que pasáramos de muerte a vida.
Mientras vivíamos sumergidos en el mundo, nuestros ojos estaban en el abismo y
nuestra vida se arrastraba por el cieno; mas, desde el momento en que
fuimos arrancados de las olas, hemos comenzado a ver el sol, hemos comenzado a
contemplar la luz verdadera, y por esto, llenos de alegría desbordante, le
decimos a nuestra alma: Espera en Dios, que volverás a alabarlo: "Salud
de mi rostro, Dios mío."»
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