Al leer el texto del líbro de los Números de hoy, en el que cuenta el episodio de las serpientes en el desierto como castigo de Dios ante la rebelión del Pueblo y la serpiente de bronce, me hizo acordar a nosotros mismos. Es cierto que no andamos mucho por el desierto, pero sí es cierto que son muchas las veces que nos encontramos con gente que ha rechazado o renegado de Dios por X o por Z causa, pero que después de un tiempo, cuando el agua le llega al cuello le pide a alguien que rece por tal cosa o que pida por ellos.
Eso le pasó al Pueblo en desierto: cuando les faltaba algo enseguida criticaban al profeta o a Dios, pero cuando necesitaban otra cosa enseguida volvían a pedir perdón profeta para que se lo dijera a Dios, y por eso Dios les hizo construir la serpiente de bronce para que al verla quedaran curados.
No nos damos cuenta, muchas veces, de lo que tenemos o de lo que hemos recibido, con el Don de la Fe, y por eso, al no cultivarlo, lo dejamos de lado y hasta lo rechazmos, por el simple hecho de que podemos valernos por nosotros mismos. Pero sabemos, en el fondo, que siempre hay alguien que cuida de nosotros, que nos esa fortaleza y esperanza que necesitamos e los momentos de mayor dolor o de mucha oscuridad. Quizás no recurramos directamente a la oración, pero sí solemos pedir ayuda a quien tiene mayor fortaleza espiritual que nosotros mismos.
"Y él les dijo: «Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que “Yo soy”, moriréis en vuestros pecados».
No terminamos de darnos cuenta de las Palabras de Jesús. Él se enfada porque no nos damos cuenta que nuestra vida está atada al espíritu y que necesitamos de los bienes espirituales que nos ayuden a mirar el mundo en el que vivimos, en el que nos movemos y en el que existimos. Pero no es que se enfade por no creer en Él, sino porque dejamos de lado las cosas que nos hacen bien, que nos fortalecen por otras cosas que hoy están y mañana no. Cambiamos los bienes espirituales por los terrenales, y a pesar de darnos cuenta que nos falta algo esencial, nos rebelamos contra lo que neceistamos y creemos para dejarnos llevar por lo transitorio y superficial. Ese es nuestro pecado: sabiendo lo que necesitamos y lo que tenemos, despreciamos lo que hemos recibido y rechazmos lo que nos han concedido, como dice San Pablo "a qué precio".
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