Si leemos atentamente la primer lectura del libro de Samuel nos vamos a dar cuenta de cómo somos los hijos de Dios, o, mejor dicho, todos, cuando nos encaprichamos con algo: no nos importa los riesgos que nos digan que vamos a correr, o los peligros que nos están avisando que tendremos que pasar, lo que nos importa es lo que queremos y nada más.
Asi le pasó al pueblo de Israel al querer tener un Rey humano en lugar de tener a Dios como autoridad primera. Las advertencias que Dios le hacía la Pueblo no eran mentira pero estaban convencidos que lo mejor era la que ellos pensaban, no importaba nada más que su propio pensamiento y su propia visión de su pobre realidad.
En nuestras vidas sucede algo parecido: conocemos los límites que nos pone el Señor para que nuestra vida no sufra las consecuencias del pecado, pero nos encaprichamos, muchas veces, en hacer lo que queremos o lo que todo el mundo hace, sin ponernos a pensar los riesgos de lo que estamos haciendo o viviendo.
Y, claro, cuando sucede lo que nos han avisado o cuando vemos que Dios ya no está a nuestro lado, entonces volvemos a clamar al Cielo porque Él nos ha dejado, porque nadie me ha ayudado, porque esto y porque lo otro, pero muy pocas veces hacemos el examen claro de decir que todo ha sido culpa mía por no haber escuchado y obedecido a lo que me decían. Y, así, muchas veces, nuestros caprichos se pagan caro o los pagamos caro, porque no sabemos cómo salir de semejante lugar o cómo hacer para volver a retomar el camino. No porque no podamos retomar el camino sino porque el pecado ha sido de orgullo y el orgullo es muy difícil de disuadir, cuando me doy cuenta que lo que hice ha sido de orgulloso que soy, no me da la cara o no quiero, muchas veces, reconocer que me he equivocado que a pesar de lo que me habían dicho y avisado seguí haciendo mis propios planes.
Pero tiene que llegar un momento en mi vida en que pueda tener la fuerza suficiente y la capacidad de razonar tal que pueda enmendar lo que he hecho. Tiene que llegar el momento en que, también, me pueda dejar llevar hasta el Señor para pedir perdón, para renovar el deseo de seguir siendo de Dios y vivir según sus Leyes, descubrir que el mejor Camino a recorrer en mi vida es el que Él mismo prepraró para mí porque su Amor es por mí y para mí.
Como en el Evangelio tenemos que ser o tenemos que encontrar esos amigos que nos lleven hasta el Señor, haciendo lo que sea para que pueda Él mismo sanar mi corazón herido o enfermo, pues sólo el perdón del Amor puede sanar nuestros corazones, no sólo por la relación con el Señor, sino, también y sobre todo, en la relación conmigo mismo y con los demás, pues cuando el orgullo invade nuestras decisioines no sólo destruimos nuestra relación con Dios, sino también con quienes queremos y con uno mismo cuando nos damos cuenta de lo que hemos hecho.
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