El sacrificio puro y acepto a Dios es la oblación de la Iglesia, que el Señor
mandó que se ofreciera en todo el mundo, no porque Dios necesite nuestro sacrificio,
sino porque el que ofrece es glorificado él mismo en lo que ofrece, con tal de que sea
aceptada su ofrenda. La ofrenda que hacemos al rey es una muestra de honor y de afecto;
y el Señor nos recordó que debemos ofrecer nuestras ofrendas con toda sinceridad e
inocencia, cuando dijo: Si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas que un hermano tuyo
tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, y ve primero a reconciliarte
con tu hermano; vuelve luego y presenta tu ofrenda. Hay que ofrecer a Dios las primicias
de su creación, como dice Moisés: No te presentarás al Señor tu Dios con las manos vacías;
de este modo el hombre, hallado grato en aquellas mismas cosas que a él le son gratas, es
honrado por parte de Dios.
Y no hemos de pensar que haya sido abolida toda clase de oblación, pues las
oblaciones continúan en vigor ahora como antes: el antiguo pueblo de Dios
ofrecía sacrificios y la Iglesia los ofrece también. Lo que ha cambiado es la
forma de la oblación, puesto que los que ofrecen no son ya siervos, sino hombres
libres. El Señor es uno y el mismo, pero es distinto el carácter de la oblación,
según sea ofrecida por siervos o por hombres libres; así la oblación demuestra
el grado de libertad. Por lo que se refiere a Dios nada hay sin sentido, nada
que no tenga su significado y su razón de ser. Y por esto los antiguos hombres
debían consagrarle los diezmos de sus bienes; pero nosotros, que ya hemos
alcanzado la libertad, ponemos al servicio del Señor la totalidad de nuestros
bienes, dándolos con libertad y alegría, aun los de más valor, pues lo que
esperamos vale más que todos ellos; echamos en el cepillo de Dios todo nuestro
sustento, imitando así el desprendimiento de aquella viuda pobre del evangelio.
Es necesario, por tanto, que presentemos nuestra ofrenda a Dios y que le seamos
gratos en todo, ofreciéndole con mente sincera, con fe sin mezcla de engaño, con
firme esperanza, con amor ferviente, las primicias de su creación. Esta oblación
pura sólo la Iglesia puede ofrecerla a su Hacedor, ofreciéndole con acción de
gracias del fruto de su creación.
Le ofrecemos, en efecto, lo que es suyo, significando con nuestra ofrenda
nuestra unión y mutua comunión, y proclamando nuestra fe en la resurrección de
la carne y
del espíritu. Pues del mismo modo que el pan, fruto de la tierra, cuando recibe
la invocación divina, deja de ser pan común y corriente y se convierte en
eucaristía, compuesta de dos realidades, terrena y celestial, así también
nuestros cuerpos, cuando reciben la eucaristía, dejan ya de ser corruptibles,
pues tienen la esperanza de la resurrección.
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