"Hermanos:
El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro".
Es cierto que muchas veces no "comprendemos cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál es la riqueza de gloria que nos dio en herencia, y cuál es la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros". Vivimos tan inmersos en un mundo de necesidades superfluas y pasajeras que no nos damos cuenta de los tesoros espirituales que tenemos gracias a nuestra fe.
Siempre hay alguna necesidad nueva, siempre hay un pecado reciente o una cruz no deseada que nos impide gozar de la presencia de Dios en nuestras vidas, de los dones que Él nos regaló y que tenemos y, sobre todo, que vamos utilizando día a día. Pero más que nada el hecho de vivir la alegría de la esperanza de ser sus hijos, de un Espíritu que nos nutre, nos fortalece y nos ayuda a mirar más allá de terreno para poder elevar nuestra vida y darle un brillo eterno a las cosas de todos los días.
Claro que tenemos nuestra mirada y nuestro corazón puestos en los bienes del Cielo. Claro que miramos al Cielo para encontrarnos con nuestro Padre y nuestro Señor, pero seguimos y debemos seguir con los pies en el suelo, pues aquí está nuestra misión. Por eso los ángeles le decían a los discípulos cuando lo veían ascender a Jesús:
«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».
Llevamos nuestro corazón y nuestra mirada al Cielo para recibir de allí el Espíritu que nos hace caminar en el suelo, un Espíritu que nos hace apreciar la Vida recibida, que nos ayuda a vivir en el gozo de sabernos hijos de Dios, y por eso mientras caminamos en este mundo con la mirada en lo eterno, vamos anunciando la Vida Nueva que se nos dio en Jesús Cristo Resucitado.
No nos quedemos suspendidos en el aire, pues aunque lo quisiéramos no lo podríamos hacer, pues nuestro Padre siempre nos baja a la realidad y nos pide y nos exige una misión:
"Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado".
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