"María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava".
El Magnificat es un himno que siempre, creo, llega al alma, pues ha sido cantado con tanto espíritu y con tanta sinceridad que se cuela por las rendijas del corazón para que podamos hacerlo nuestro, o, mejor dicho, deberíamos hacerlo nuestro. Sí, hacerlo nuestro porque son las palabras de nuestra Madre que han brotado desde lo más puro de su corazón, cantando las maravillas de Dios, su grandeza, y la hermosa pequeñez de los hombres, sus hijos.
María no se siente pequeña por no ser nadie, sino todo lo contrario se siente pequeña porque se sabe hija, servidora del Señor; una pequeñez que habla de la grandeza de su corazón porque se sabe amada por su Dios, porque se sabe hija y criatura, porque ha conocido no sólo la grandeza del Señor sino, sobre todo, su infinito Amor.
Por eso reconociendo la Grandeza del Señor se sabe pequeña, niña, hija, esclava y por eso le entrega toda su vida y su alma a Aquél que se la entregó un día y ahora se la pide para algo aún más grande, algo que ni Ella misma soñaba aunque sí lo esperaba, como lo esperaban todas las hijas de Israel: ser la madre del Mesías.
La humildad de María nace, principalmente, de su Fe, de su Confianza y de su Amor al Señor por eso aunque no llegara a comprender las palabras del Ángel, el día de la Anunciación, igualmente sabe que no puede negarle nada al Amor de su vida, pues en Él ha puesto toda su esperanza y su confianza. Y así "aquella que había engendrado a la Palabra en su corazón la engendró en su vientre por obra y gracia del Espíritu Santo". Es su entrega total en la Fe la que permitió la concepción virginal del Hijo de Dios. Y así, cuando se produce el hermoso encuentro entre las primas:
"Se llenó Isabel del Espíritu Santo y levantando la voz, exclamo:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu Vientre!"
Es lo que cada día repetimos en la oración, pues aquél Espíritu que contagió la alegría a Isabel es el mismo Espíritu que nos ha transmitido la misma alegría y la misma seguridad que Ella es la Madre del Salvador y Nuestra Madre. Es la alegría de la fe la que nos hace exclamar la Bienaventuranza a María, y nos permite dejar conducir por Su Mano hasta Su Hijo, que es el centro, principio y final de nuestra vida de fe: Jesucristo, Nuestro Señor.
Y es esa alegría de la Fe, esa confianza que la Esperanza y la seguridad que recibimos de su Infinita Providencia lo que nos hace, como María, salir de nuestros lugares y llevar a nuestros hermanos los dones que hemos recibido por el Espíritu Santo: transmitir la alegría de la Fe a todos los que se crucen en nuestro camino, pues hemos conocido y creído en Jesucristo Nuestro Señor y Salvador.