Siempre me ha gustada esta visión del Profeta Ezequiel: el agua que sale del templo y comienza a purificar y a dar vida, porque es la imagen o la idea que tiene el Señor de aquellos a quienes ha elegido para ser sus discípulos, es decir a cada uno de nosotros. Nosotros somos esa agua que se purifica en el Templo y sale por las calles del mundo a purificar, renovar y dar nueva vida.
Esa es la esperanza que quiero tener y la que no quiero que nunca deje de tenerla, porque no es sólo una esperanza en nosotros, sino en Aquél que nos ha purificado dándonos Nueva Vida. Porque al morir en la Cruz Nuestro Señor mató, en ese árbol, la maldad del pecado que hay en nosotros y de su costado abierto brotó el Agua Pura y Nueva que nos purifica y nos renueva el día de nuestro bautismos.
Esa pureza es la que renovamos cada día que nos encontramos con Él en el altar de la Eucaristía, es la pureza que renovamos cada vez que recurrimos al Sacramento de la Reconciliación, es la pureza que fortalecemos con la meditación de Su Palabra, con el diálogo sincero y amoroso con el Padre, y es la pureza que es alentada y encendida por el fuego del Amor del Espíritu.
Sí, nosotros somos esos hombres nuevos purificados por la Gracia de Dios que salen al mundo a purificar sus vidas. No es que lo podamos hacer por nosotros mismos, sino que lo hacemos por la Gracia del Señor, por eso en la visión de Ezequiel el agua brota del Templo y no de la calle, sino del Templo en donde reside al Santidad de Dios, del Dios Vivo y Verdadero.
Sí, no te excuses porque a tí también te ha llamado el Señor. Sí, te parece imposible que Él haya puesto sus ojos sobre tí, pero es que a mí también me llamó y no lo hizo por mis virtudes, sino por su Amor y por Su Gracia, por eso hemos de poner nuestra mirada fija en los ojos de Él, pues Él es quién nos guía, purifica y envía.
Pero miremos bien, las aguas que salen del Templo no se van "impurificando" con las impurezas del mundo que van tocando, sino que mantienen su pureza para poder ir sembrando la semilla de la Novedad de Dios, y así dando nuevos frutos, según el Querer del Creador. Y sí digo que miremos bien, porque muchas veces, cuando salimos del Templo, renovados por el Amor de Dios, a los pocos metros ya nos impurificamos con la mirada del mundo, con las ideas de la calle, con los odios, rencores, envidias, egoísmos, charlatanerías, y ¡tantas y tantas cosas que están en el mundo de hoy!
No permitamos que nos dure tan poco la Gracia de Dios en nuestro corazón. No permitamos que el Sacrificio de la Vida en el que hemos participado en la Misa deje frutos tan efímeros en nuestras vidas. Podemos llegar a parecer seres anticuados ante el mundo, pero eso no debe importarnos, porque lo que importa es lo que el Señor me ha regalado, lo que el Señor ha sembrado en el corazón, la Vida que el Señor me ha otorgado y la Vida que el Señor me pide dar con mi vida.
No seamos nosotros el dique de contención que le impide a la Gracia de Dios llegar al corazón de sus hijos, no seamos nosotros quienes permitan la putrefacción de las aguas del mundo, ni siquiera las de nuestro corazón.
Somos agua nueva para calmar la sed del mundo...
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