Una vez más la liturgia nos propone la parábola del hijo pródigo, una de las tantas parábolas que, al leer los primeros renglones, ya sabemos de qué se trata. Y, por eso, muchas veces, las leemos rapidito porque sabemos de qué va. Pero, como siempre pasa con la Palabra de Dios, si nos tomamos tiempo para dejar actuar al Espíritu Santo, será Él quién nos haga ver algún aspecto que no habíamos tenido en cuenta. Y así me pasó ayer (sábado a la tarde) cuando la leí la primera vez.
Me detuve a pensar en los dos hijos que, generalmente, los ponemos como contrapuestos por sus actitudes, y sobre todo porque dejamos muy bien parado al pequeño que es el arrepentido. Y, es cierto, no vamos a quitarle mérito al arrepentimiento y pedido de perdón del pequeño, pero quería hacer un paralelismo entre los dos.
Los dos son hijos (aparentemente) de un padre que tiene fortuna, campos y una vida "acomodada". El pequeño (como nos ha pasado a todos) no está conforme con esa vida, seguramente se siente "esclavo" y que no puede disfrutar de su libertad. Por eso pide la parte de su herencia y va a vivir "su libertad", porque teniendo dinero cualquiera puede ser "libre". Pero no valora lo que tiene, ni su libertad ni su dinero, y por eso despilfarra (derrocha) tanto el dinero como la libertad. Quedando así en una situación de pobreza absoluta: esclavo de un patrón que no le da ni de comer, y se tiene que conformar con las bellotas de los cerdos (perdió su fortuna, y su libertad, y por eso mismo su dignidad)
Pero el hermano mayor, que, aunque no pidió parte de su fortuna para vivir "su propia vida", tampoco valoró la vida que tenía, ni supo disfrutarla. Seguramente, como otros tantos, vivía pensando en "acumular" para tener un futuro más próspero y por eso sólo se dedicaba a trabajar, y no pedía nada. Y, seguramente no pedía nada porque lo tenía todo servido, al alcance de la mano. Sólo se dio cuenta que no había aprovechado nada de lo que su padre tenía cuando su hermano lo comenzó a disfrutar. Y ahí surge el reclamo: ¡nunca hiciste nada para mí! "pero si lo tenías todo para tí". El egocentrismo no le permitió ver lo que su padre había recuperado, sino que sólo vio lo que él había perdido.
El pequeño al sentirse vacío y sin nada pudo reflexionar y descubrir cómo había malgastado lo que tenía, pero, más que eso, cómo no había valorado y apreciado la casa paterna. Por eso se conformaba, ahora, aunque sea con las migajas de su padre. Y, por eso, decide volver a la casa de su padre, aunque sea como trabajador que era mejor que lo tenía en ese momento.
Necesitó, seguramente, mucha fuerza para derribar su soberbia, orgullo y vanidad, para reconocer su error, su pecado y, con la cabeza baja pedir perdón.
En cambio, el mayor, a quién el padre le hizo ver todo lo que tenía al alcance de su mano, no pudo hacer ese mismo camino: quizás no pudo reconocer que era cierto lo que le decía su padre, quizás no pudo bajar la cabeza y descubrir que era él quien no había valorado lo que tenía, y que, quizás como su hermano se había perdido en su propio mundo de maquinaciones, de proyectos, de ambiciones. Pero ahora era él quién estando en la casa del padre no podía volver, porque estaba pero no vivía.
Este es el tiempo de la misericordia, el tiempo de volver a valorar lo que tenemos, quienes somos y qué es lo que Dios y nuestros hermanos han hecho por nosotros. Es el tiempo de la reconciliación de aceptar la Gracia de Dios para reconocernos débiles y pecadores, para poder pedir perdón y volver a darnos el brazo fraterno y lleno de amor que tanto anhela nuestro corazón.
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