"Entonces él les dijo:
– «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrará así en su gloria?»
El diálogo de Jesús con los discípulos de Emaús, es un relato que le da sentido a nuestras oscuridades y a nuestras tristezas, porque es el mismo Jesús quien se nos acerca para poner Luz sobre las cosas que no comprendemos. Claro que nos va a tirar delas orejas porque no hemos hecho caso a La Palabra que siempre escuchamos y leemos, pero es porque la nube de tristeza, agobio o desesperanza que, en algunos momentos, nos envuelve no nos permite recordar.
Es así que Jesús se pone a la par del caminante, de nosotros, para, si estamos atentos, abrirnos no sólo la inteligencia sino el corazón para comprender el significado de lo que está escrito y de lo que estoy viviendo.
Los discípulos de Emáus, como tantos otros discípulos y como nosotros mismos, creían que a Jesús no le podía pasar nada y que llegaría a ser el que los salvara de todos los males del mundo, porque era el milagroso Jesús que curaba todos los males, enfermedades, multiplicaba el pan y todo lo demás. Pero de repente lo vieron colgado de la cruz y muriendo como todos los demás. Y en ese momento todo se murió en ellos. No están preparados para la Cruz, pues no habían entendido o no habían querido entender el misterio de su muerte.
Así, cuando hay situaciones que no queremos entender o no estamos abiertos a comprender el sentido de la Cruz, las nubes de las dudas nos entristecen el alma y así llega el agobio a nuestro corazón.
Pero nunca estamos solos, si hacemos el esfuerzo la vamos a descubrir al Señor sentado a la Mesa para compartir con nosotros el Pan de la Palabra que ilumina y fortalece nuestra vida, y el Pan de la Vida que renueva la Luz y la fuerza de nuestro corazón.
"Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él hizo simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:
– «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro:
– «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
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