En el monte Tabor Jesús quiso mostrarle a los apóstoles una parte de lo que era y un poco de lo que vendrá. Es decir, les mostró su divinidad transfigurándose y resplandeciendo con la Luz de Dios; y, por otro lado, mostrándoles la belleza del Cielo, un preludio de la Ascención y de la Casa Paterna.
Es la Transfiguración y el Cielo lo que a Pedro le hace exlamar: ¡qué bien que estamos aquí! hagamos tres tiendas... Un querer quedarse para siempre junto a Dios, un querer estar siempre en esa contemplación del Dios Uno y Trino que se manifestaba en esas tres personas, pero que además, le daba al hombre un sentirse en la eternidad.
La transfiguración abre nuestra alma en la espera segura y cierta del lugar que vamos a compartir con el Señor: "me voy a prepararles un lugar... en la casa de mi Padre hay muchas moradas..." ¡Ese será nuestro lugar definitivo! Es la certeza de nuestra fe porque Jesús nos lo dijo, porque Él lo enseñó en la cima del monte.
Pero no se lo enseñó a todos ¿por qué? Porque también es un misterio de nuestra fe el aceptar verdades que otros vieron y que nos comunicaron para que nosotros creamos sin ver, para que aceptemos sin entender, pero, sobre todo, para que nuestra esperanza cimentada en la fe aspostólica nos ayude a encontrar sentido a todo lo que el Padre nos pida vivir y nos cueste vivir.
Jesús se mostró transfigurado para que los apóstoles, Pedro, Juan y Santiago, pudieran saber que lo vendría no sería el final, que la Cruz no sería el final, sino que habría otro final; se mostró transfigurado para hacerles saber que lo que verían sus ojos no sería el final de nuestras vidas, sino que es sólo un paso, una puerta hacia una nueva vida que nos espera en la Casa del Padre, pero es una vida que necesita de este caminar hacia la meta final.
La transfiguración del Señor nos fortalece la esperanza de que, por nuestra filiación divina, somos ciudadanos de la Patria Celestial, que aunque somos peregrinos en este mundo, nuestra vida está anclada en Dios, y, como dice san Pablo: "aunque esta morada terrenal se vaya destruyendo, tenemos una morada eterna que se va construyendo" y que la contemplaremos no sólo en el último día, sino cada vez que nos encontremos con el Señor en la Eucaristía, porque es en ese momento, la Santa Misa, cuando volvemos a vivir la transfiguración del Señor.
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