"El Señor Dios le replicó:
«¿Quién te informó de que estabas desnudo? ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?».
Adán respondió:
«La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí».
El Señor Dios dijo a la mujer:
«¿Qué has hecho?».
La mujer respondió:
«La serpiente me sedujo y comí».
En este relato del Génesis vemos cómo el Señor le inspiró al escritor a descubrir el problema del pecado en el hombre, o, mejor dicho, cómo el escritor inspirado por Dios pudo retratar tan bien el mal del hombre de ayer y de hoy. Y este retrato tiene dos pinceladas que son muy notorias y claras en nuestra vida: la desobediencia a Dios y el echar la culpa siempre hacia el otro y nunca hacia mí.
Es claro que en el hombre siempre ha habido esa tendencia a la desobediencia, casi en todo, salvo en lo que me gusta hacer, ahí no hay problemas, pero claro que el problema es que no obedezco sino que hago la mía, aunque me lo manden. La gran tentación de hombre es la de no ser criatura, sino ser dios, el mejor de todos, el mayor de todos, el que todo lo puede. En algunos se manifiesta más claramente que en otros.
Y esa desobediencia la vemos, si nos ponemos a pensar en muchas cosas: me prohíben comer azúcar y ¿qué es lo que quero?; me prohíben comer con sal y ¿qué busco primero?, me pongo a dieta y ¿qué cuánto dura? Partiendo de esas cosas, que podríamos decir tontas, nos remontamos a las de mayor calidad en el orden religioso, pues estamos hablando del pecado y es una noción totalmente religiosa de los que profesan una decisión de vivir esta fe.
San Pablo decía que él mismo experimentaba en su cuerpo esa tendencia de "no hacer todo el bien que quiero sino el mal que deseo". Claro que no es para destruirnos ni rasgarnos las vestiduras el sabernos pecadores y con esa tendencia al mal, sino para saber que también lo somos y recocnociéndonos poder tener una actitud diferente a la que nos habla el Génesis: sí, fui yo quien cometió el erro; fuí yo quien hizo mal tal cosa y tal otra. Reconocer nuestros errores y pecados nos ayuda a mantener en "buen lugar" nuestra vida comunitaria, social y nuestra relación con Dios.
Por eso, al mirar hoy a la Inmaculada podemos ver la receta a estos males de nuestros pecados. Y la receta está al final del relato de la Anunciación: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". El reconocer nuestra pequeñez ante Dios y aceptar su Voluntad como Camino para mi vida, es el mejor medio para alcanzar la plenitud que tanto anhelo y la felicidad que quiero conseguir. Así, la misma María nos los recuerda, cuando le dice a Isabel: "me llamarán Feliz todas las generaciones porque el Todopoderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es Santo".
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