"Gloria a Dios en el Cielo y en la tierra Paz a los hombres que ama el Señor", fue el cántico que iniciaron los ángeles luego de anunciar la Buena Noticia a los pastores en Belén. Es el mismo cántico que volvemos a recitar o cantar en esta Navidad y en cada Eucaristía que celebramos, porque se nos ha dado ha conocer el Camino que nos lleva a Dios, se nos ha revelado el misterio oculto desde los siglos.
Pero, también hoy, nos unimos al Coro de los Ángeles y todos decimos ¡Feliz Navidad!, dos palabras que encierran un mundo de deseos y una gran noticia: "hoy en la ciudad de David nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor".
No hay lugar en el mundo en que no se digan estas dos palabras. No hay lugar en el mundo en que estas palabras no resuenen aunque los oídos de quienes la escuchen no entiendan o no quieran entender el significado de este hermoso milagro.
Pero en todo el mundo resuena, casi al unísono la hermosa frase ¡Feliz Navidad! Una frase que pareciera que quiere borrar con su sonido todo lo negro del año, todas las angustias y tristezas, todos los males y errores, todo lo que nos ha traído dolor y angustia, y dar así una nueva Luz, infundir nuevas fuerzas y nuevos deseos para un nuevo año que vamos a iniciar.
Algo sucedió en aquella noche, en aquél Portal que, aunque no lo creamos, lo repetimos todos, lo escuchamos, porque ese anuncio se ha ido propagando a lo largo de las generaciones y a lo largo del mundo, no para obligar a creer sino para ayudarnos a ponernos de pie ante un mundo, ante una historia que, muchas veces, pareciera que no tiene un buen futuro.
Pero hoy ¡ha nacido un Salvador, el Mesías el Señor! pues "el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad". Y así como Juan dio testimonio del Señor, también nosotros damos testimonio de su nacimiento, de que la alegría de los ángeles en Belén y de los pastores que fueron a ver el Misterio, es la alegría que hoy tenemos que desborda nuestros corazones.
Y nuestra alegría nace de la Fe, del Don que Dios nos regaló con el nacimiento de su Hijo en carne mortal, pues cuando Él nació en el mundo el mundo comenzó a vivir en Dios, porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y "a cuantos la recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios".
Así cada día que nos abrimos a la Vida que el Señor nos regala, podemos volver a vivir aquella alegría del Portal de Belén, pues ese Niño que nos ha nacido, es el mismo Niño que nos llama a vivir como niños entre los brazos del Padre, para que, cada día sea Navidad, pues cada día nacemos al Amor de Dios que se nos entrega para amarnos y para que amemos como Él nos amó.
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