martes, 9 de diciembre de 2014

Consolad a mi pueblo dice el Señor

«Consolad, consolad a mi pueblo -dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén", nos dice el Señor por boca del profeta Isaías. Un pedido que llega hasta hoy con la misma intensidad que hace tantos siglos: consolad a mi pueblo.
Y, también, con la misma intensidad surge la pregunta del profeta:
"¿Qué debo gritar?", porque a mi, por lo menos, me surge aquello que decía Jesús a su gente:
"Os parecéis a esos jóvenes que estaban en la plaza: les tocamos la flauta y no bailaron, le cantamos cantos fúnebres y no lloraron..."
Es una hermosa misión consolar, es hermoso lo que nos pide el Señor. Pero sabemos que el consuelo no es la simple caricia en el hombre, sino que lo que nos dice el Señor es "consolad al corazón de Jerusalén", es decir en lo más profundo, en lo esencial del pueblo, en lo esencial del hombre.
Y hoy más que nunca el hombre ha perdido lo esencial, ha perdido su dignidad de hombre, los valores naturales del hombre ya no son los mismos, o mejor dicho, cambian de persona a persona y por eso te das cuenta que lo que está dañado es el corazón del hombre. ¿Es posible, entonces, consolarlo?
Sí que es posible. Pero para ello hemos de ser nosotros, los que escuchamos la Voz del Señor, quienes comencemos a reconstruir nuestro corazón, quienes comencemos a restaurar el hombre original, el hijo de Dios que pensó el Padre desde antes de la creación del mundo, porque, como nos decía San Pablo. El Padre ha querido que fuésemos sus hijos y por ese nos bendijo con toda clase de bienes espirituales y celestiales, para alcanzar nuestra plenitud, para vivir la originalidad de ser hombres, hijos de Dios.
Por eso, nuestro grito al corazón del hombres de nuestra propia vida: si volvemos a nuestros orígenes, si recuperamos nuestros valores originales de hombres, de hijos de Dios, si transformamos nuestra humanidad en santidad, si iluminamos nuestra vida con la alegría del evangelio seremos los nuevos heraldos, los nuevos profetas que griten al corazón del pueblo, que le muestren el camino del consuelo y la salvación.
Este adviento nos invita a transformar nuestra vida, a que los signos que mostremos de la Navidad no sean gorros de Papá Noel, trineos y gnomos, sino que sea el rostro del Hijo de Dios que nace en un portal para que nosotros nazcamos como hijos de Dios, en el portal de nuestra vida cotidiana.

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