Esto dice el Señor:
«Y tú, Belén de Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti voy a sacar al que ha de gobernar Israel; sus orígenes son de antaño, de tiempos inmemoriales.
No sólo tomó la pequeñez de Belén, el Señor, para mostrar su grandeza, sino que “miró con Bondad, la pequeñez” de María, para hacer maravillas. Y, por supuesto, no sólo hizo maravillas porque de Ella nació el Salvador, nuestro Dios y Señor, sino porque Ella fue quien escuchó y practicó la Palabra de Dios.
En la pequeñez de la Esclava del Señor podemos descubrir cuánto puede hacer el Señor con un corazón disponible hasta el infinito, cuánto puede hacer Dios si lo dejamos entrar en nuestras vidas y no le ponemos excusas para que Él pueda obrar con nosotros, para que Él nos pueda usar como instrumentos.
Y, está visto, que no necesita grandes mentes, ni grandes hombres (varones o mujeres) sino que necesita corazones abiertos a renunciar a sí mismos y dejarse llenar por la Gracia, para poder hacer la Voluntad del Padre. Sí, porque María no hizo otra cosa más que creer, y, por eso, confiando en el Amor de Dios se hizo su Esclava, y así la más grande entre los Hombres, a la que veneramos por generaciones y a quien, confiados, como hijos, le rogamos para que nos alcance del Padre la Gracia para imitarla y, como Ella, llevar la Vida de Dios al mundo.
Por todo esto, mirando hoy a María, no dejemos que las excusas del mundo nos impidan abrir el corazón, de par en par, a la Gracia de Dios, para que, como Ella también nosotros podamos ser verdaderos instrumentos en las manos de Dios, y dejándolo hacer en nuestras vidas, como un alfarero con su barro, podemos llegar a ser Hombres Nuevos que, con el testimonio de sus vidas, puedan renovar el mundo y construir así, unidos como hermanos, el Reino de Dios aquí en la tierra.
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