"En aquellos días, el Señor dijo a Abran:
«Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré.
Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y serás una bendición".
El Señor lo llama a Abran para una misión particular: hacer de él un gran pueblo, una nación nueva. Y así como lo llama a él nos llama a nosotros: el día de nuestro bautismo no sólo nos llamó, sino que nos consagró para ser parte de una Nuevo Pueblo, la Iglesia, esa es nuestra misión. Cada uno de nosotros, como Abran, tiene la misión de ser parte de un Nuevo Pueblo, por el cual ser bendecirán todas las naciones de la tierra, pues, el llamado no es una Gracia para nosotros mismos, sino que es una Gracia para los demás, porque, con nuestras vidas, llevamos un mensaje a todos los que nos miran: el mensaje de la Salvación.
Sigue diciéndonos san Pablo:
"Querido hermano:
Toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios.
Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestros obras, sino según su designio y según la gracia que no dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio".
Al reconocer nuestro llamado, nuestra misión, comenzamos a tomar parte en los padecimientos por el Evangelio. Sí, tomamos parte en los padecimientos, porque como dice el Señor: "el reino de los cielos sufre violencia y sólo los violentos lo arrebatan". O lo que nos ejemplifica san Pablo: "hay dentro de mí un guerra constante, entre mi carne y mi espíritu, entre mi espíritu y mi carne", porque no siempre hacemos lo que debemos sino que, muchas veces, hacemos lo que queremos.
Es esa lucha la que nos provoca sufrimientos para poder llevar "nuestra carne a la esclavitud del Espíritu", sin embargo no desfallecemos, porque sabemos en quién hemos puesto nuestra confianza:
"Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti".
El Señor es nuestra fuerza y nuestro escudo, y por eso confiamos en su misericordia, y para esta lucha interna y con el mundo, necesitamos que, continuamente, nos lleve a lo alto del monte y nos vuelva a mostrar su divinidad. O, mejor dicho, necesitamos volver a subir al Monte de Transfiguración para volver a tener la fuerza para seguir "el buen combate de la fe". Porque, nos tenemos que acordar que "sin mí no podéis hacer nada", pero nada en lo relativo a la misión y vocación que Él nos ha dado y a la cual hemos respondido, como María, con generosidad de corazón para hacer Su Voluntad y no la nuestra. Y así, el Padre, nos volverá a decir en el Monte de la Oración: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo», y bajaremos a la vida cotidiana con el corazón lleno de Su Gracia para poder contagiar a todos con el gozo de nuestro encuentro con el Señor, con la Vida.
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