viernes, 27 de marzo de 2020

Los ciega su maldad

"Se decían los impíos, razonando equivocadamente:
«Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida; presume de conocer a Dios y se llama a sí mismo hijo de Dios... 
Así discurren, pero se equivocan, los ciega su maldad..."
Cuando el ciego no quiere ver, y cuando el sordo no quiere escuchar, comienza un proceso de ceguera interior en el cual se van acumulando rencores sobre aquellos o aquel que intenta guiarlos a la verdad, a la vida. Cuando no nos gusta lo que nos dicen o cómo la forma de vivir de los demás nos cuestiona la vida, entonces, comenzamos el proceso de atacar lo justo, la verdad, la vida. No importa el cómo sino lo que importa es que podamos desautorizar a quien, aparentemente, nos quiere "destruir" o no nos deja seguir el camino que hemos comenzado a recorrer, aunque sepamos que lo que nos está diciendo es para nuestro bien.
Así le pasaba a los profetas, así le pasó a Jesús. Cuando no estamos abiertos a la verdad, la verdad nos hace doler y nos puede provocar una reacción en contra de lo que muchas veces hemos proclamado predicado: el rencor, el odio hacia los demás, o mejor dicho, hacia aquél que me está mostrando el Camino de la Verdad.
Cuando no hemos crecido en la humildad de saber que no siempre tenemos la verdad, de saber que no somos lo perfecto que nos creemos, de saber que siempre podemos corregir nuestra vida, entonces, crece en nosotros la arrogancia de creernos los mejores y los que no tienen nada que cambiar en sus vidas. Y a esa arrogancia se le suma la falsa autosuficiencia de que soy el único que puede hacer lo que hago y que nadie más puede hacerlo por mí. Hasta que llega alguien que no le teme a la arrogancia y me dice lo que no quiero oír. Y ahí se desata aquél mal deseo de mi corazón y comienzo a decir aquello que no me gustaría que lo digan de mí.
Sí, la arrogancia perjudica nuestro buen actuar porque nos hace creer que estamos siempre un poco más arriba de los demás, y, nos hace creer que podemos juzgar sin ser juzgados porque somos los únicos dueños de la verdad. ¡Qué ilusos!
El arrogante que sólo cree en su propia sabiduría, cree conocerlo todo y por eso cree que puede dar cátedra sobre lo que sólo él cree conocer. Y cuando la verdad se le presenta ante los ojos no puede reconocerla. Así le pasó a los fariseos y sumos sacerdotes en la época de Jesús, creyeron tanto en lo que ellos sabían que no supieron reconocer a Quien tenían delante de sus ojos, sobre todo, porque les decía la Verdad que no querían escuchar:
«A mí me conocéis, y conocéis de donde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino que el Verdadero es el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él, y él me ha enviado».

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