De los Tratados de san Hilario, obispo, sobre los salmos
La acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales, riegas los surcos,
tu llovizna los deja mullidos. No cabe duda alguna de cuál sea la acequia a la que se refiere
nuestro texto, pues el profeta dice de ella: El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios.
Y el mismo Señor afirma en el Evangelio. En aquel que beba del agua que yo le dé, se convertirá
ésta en manantial, cuyas aguas brotan para comunicar vida eterna. Y también: Quien crea en mí,
como ha dicho la Escritura, brotarán de su seno torrentes de agua viva. Esto lo dijo del Espíritu Santo,
que habían de recibir los que a él se unieran por la fe. Esta acequia de Dios va, pues, llena de agua.
En efecto, el Espíritu Santo nos inunda con sus dones y así, por obra suya, la acequia de Dios, brotando
del manantial divino, derrama agua abundante sobre todos nosotros.
Y además, tenemos también un manjar. ¿De qué manjar se trata? De aquel, sin duda, que ya en
este mundo nos dispone para gozar de la comunión de Dios, por medio de la comunión del cuerpo de Cristo,
comunión que nos prepara para tener nuestra parte en aquel lugar donde reina ya este santísimo cuerpo.
Esto es precisamente lo que significan las palabras del salmo que siguen a continuación: Preparas los
trigales, y los valles se visten de mieses; porque en realidad, aunque ya estemos salvados desde ahora
por este alimento, con todo, él nos prepara también para la vida futura.
Para quienes hemos renacido por medio del santo bautismo este alimento constituye nuestro
mayor gozo, pues él nos aporta ya los primeros dones del Espíritu Santo, haciéndonos penetrar en la
inteligencia de los misterios divinos y en el conocimiento de las profecías; este alimento nos hace hablar
con sabiduría, nos da la firmeza de la esperanza y nos confiere el don de curaciones. Estos dones nos van
penetrando, y son como las gotas de una lluvia que va cayendo poco a poco para que luego demos fruto abundante.
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