miércoles, 2 de agosto de 2017

Venga a nosotros Tu Reino

"El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo".
¿Qué pensamos cuando leemos el reino de los cielos? ¿Sólo pensamos en el Cielo o en la tierra también? Si sólo pensamos en lo que podemos llegar a vivir en la otra vida, después de nuestra muerte, no estamos tan equivocados, pero no es sólo la vida que gustaremos después de nuestra muerte, sino lo que queremos vivir aquí en la tierra.
¿Os suena de algo la frase: "venga a nosotros Tu Reino"? Claro que nos suena, porque la rezamos (creo) todos los días, pues Jesús nos la enseñó para que tuviéramos la seguridad que no sólo Él vino para darnos la vida eterna, sino para que la alegría de la eternidad se hiciera presente en el tiempo, en la tierra.
Por eso, fijaos, que Jesús dice: "el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, vende todo..." ¿Nos da alegría saber que podemos o que tenemos la misión de construir, con la Gracia de Dios, el Reino de los Cielos aquí en la Tierra? ¿Nos da alegría descubrir que lo que Jesús nos llama a vivir es lo que está sembrado en nuestro corazón y que buscamos constantemente: nuestra felicidad?
Y ¿cómo se construye el Reino de los Cielos en la Tierra? No es un acto mágico, no se hace de un día para otro, sino un día tras otro: "hágase Tu Voluntad aquí en la Tierra como en el Cielo". Sí, ese es el Camino: la obediencia al Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo.
Y ese también es el defecto de todo esto: no nos gusta obedecer a Dios, o por lo menos, no todo lo que el Padre quisiera que obedeciéramos. Estamos en un siglo en el que pretendemos gozar de todo lo que nos ofrecen, pero sin pagar el precio de nada. Por eso cuando Jesús nos presenta el Reino de los Cielos lo deseamos, pero cuando nos muestra el Camino para alcanzarlo vamos buscando otras alternativas. O lo comenzamos a recorrer pero no con la seguridad de quien lo va a hacer toda la vida, o sin vender todo lo que el mundo me había dado.
No hemos descubierto aún la alegría de pertenecer a Cristo. No vivimos el gozo de haber sido llamados a transformar el mundo con nuestras vidas.
No hemos descubierto el tesoro de Gracia que es disponernos a vivir Su Voluntad aquí en la Tierra como en el Cielo.
Y, quizás, todo porque no nos alimentamos con el "pan nuestro de cada día", pues siempre lo dejamos para mañana o para cuando tenga tiempo, pues no vemos lo importante que es para alcanzar la Bienaventuranza que anhelamos, pues eso es para (perdonar si suena machista o simplón, pero me parece que es así) mujeres y abuelos que no tienen mucho que hacer.
Así parece que no sólo no queremos, como llamaron los Papas, la Civilización del Amor aquí en la Tierra, sino que la deseamos pero que la construyan otros por mí. Y en realidad, todo lo bueno que deseo que los demás hagan por o para mí, lo tengo que construir yo primero.

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