«Escuchad y entended: no mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre».
No entendemos, muchas veces, que son nuestras palabras y acciones las que hablan de quiénes somos y de cómo somos. No importa si hablamos sin pensar o pensando, siempre se va a manifestar de alguna manera nuestro verdadero rostro. Por eso Jesús no se molestaba si los fariseos pensaban mal de él, pues eran sus acciones y sus palabras las que hablaban de su personalidad, de lo que había en su corazón. Así no tenía, tampoco, problemas para acusar a los fariseos y a los escribas de su hipocresía, de su deshonestidad a la hora de mostrar su estilo de vida.
Por eso cuando los apóstoles le decían que sus palabras los habían escandalizado, Jesús responde:
«La planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Dejadlos, son ciegos, guías de ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo».
No es que Él quiera condenarlos sino que ellos ya están ciegos por no querer ver, y como en el caso de la primera lectura, muchas veces, dejamos que la voz de los que están llenos de rencor, de espíritu de venganza, de odios o egoísmos, guién nuestra vida estamos dejando que ciegos nos enceguezcan y nos lleven hacia un pozo donde no podremos salir, pues cuando el rencor y el odio entran en nuestro corazón es difícil de sanarlos si no reconocemos nuestros errores y pedimos perdón.
"En aquellos días, María y Aarón hablaron contra Moisés, a causa de la mujer cusita que había tomado por esposa. Dijeron:
«¿Ha hablado el Señor solo a través de Moisés? ¿No ha hablado también a través de nosotros?». El Señor lo oyó."
Ellos, por envidia, se pusieron a hablar contra Moisés y fue algo que no se le pasó de largo al Señor, sino que les hizo ver lo quién era Moisés y quién era el Señor. Hasta que la culpa le permitió a Aarón pedir perdón por su error y su pecado, así fue como María volvió a recuperar su salud.
Cuando nos enceguecen nuestros errores y pecados contra nuestros hermanos, sólo el sincero pedido de perdón a Dios y a los hermanos nos devuelve la alegría y la paz del corazón. Pero así como nadie me ha obligado a pecar y sembrar la oscuridad y la cizaña, así también tendré que ser yo mismo quien reconozca mi pecado y pida perdón para alcanzar la Gracia de la reconciliación.
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