viernes, 16 de enero de 2015

El coraje de vivir en Dios

Hombre quisiste hacerme, no desnuda
inmaterialidad de pensamiento.
Soy una encarnación diminutiva;
el arte, resplandor que toma cuerpo:
la palabra es la carne de la idea:
¡Encarnación es todo el universo!
¡Y el que puso esta ley en nuestra nada
hizo carne su verbo!
Así: tangible, humano,
fraterno. (Himno de laudes)

No es mentira decir que vivimos en una sociedad agnóstica y atea, que no busca en el día elevar la vida de los hombres a un plano sobrenatural, sino que desea que día a día viva más metida en su propia humanidad, intentando alcanzar la plenitud en el "tener" y no en el "ser".
Tampoco es mentira decir que día a día nuestra sociedad va perdiendo el "hambre de Dios", porque tiene satisfechos todos sus deseos materiales (o casi todos) y todo lo que, humanamente, desea lo tiene al alcance de su mano.
Son dos realidad que nos llevan a ir viviendo, día a día, una parálisis de nuestro espíritu, de nuestros valores más profundos y reales que elevan al hombre por encima de lo humano, y le conceden el brillo de lo sobrenatural.
También es cierto que dentro de esta misma realidad hay quienes, día a día, optan por un camino nuevo y antiguo: la fidelidad a Dios, la fidelidad al Don que Dios nos concedió con Su Espíritu para llegar a la plenitud de nuestro ser haciéndonos cada día más niños en Sus Manos.
Pero, también es cierto que, muchas veces, quienes recorremos el Camino de la santidad en Dios, no tenemos el arrojo, la valentía o la prontitud de hacer lo que hicieron los amigos del paralítico del Evangelio: pasar por encima de la multitud y elevando al que estaba enfermo lo acercaron a Jesús.
"Llegaron cuatro llevando un paralítico y, como no podían meterlo, por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico".
Cada día, al salir de nuestra casa, o al comenzar el día nos incorporamos al ritmo del mundo, cada uno en su actividad y realidad, y es en esa realidad donde debemos actuar, donde hemos de mantener nuestro vida, pensamiento, obras y palabras, elevadas hacia Dios: reza y trabaja, trabaja y reza (ora et labora) y que la vida misma se haga una oración permanente, para que el tumulto de la humanidad no oculte el brillo de la Gracia de Dios en nuestras vidas.

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