Del Tratado de san Cipriano, obispo y mártir, Sobre la muerte
Nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad,
sino la de Dios, tal .como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración
cotidiana. ¡Qué contrasentido y qué desviación es no someterse inmediatamente al
imperio de la voluntad del Señor, cuando él nos llama para salir de este mundo!
Nos resistimos y luchamos, somos conducidos a la presencia del Señor como unos
siervos rebeldes, con tristeza y aflicción, y partimos de este mundo forzados
por una ley necesaria, no por la sumisión de nuestra voluntad; y pretendemos que
nos honre con el premio celestial aquel a cuya presencia llegamos por la fuerza.
¿Para qué rogamos y pedimos que venga el reino de los cielos, si, tanto nos
deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta
venida del día del reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo
supera al deseo de reinar con Cristo?
Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien
a Cristo, que te ha redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras
bien elocuentes a que no amemos el mundo ni sigamos las apetencias de la carne:
No améis al mundo -dice- ni lo que hay en el mundo. Quien ama al mundo
no posee el amor del Padre, porque todo cuanto hay en el mundo es concupiscencia
de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida. El mundo pasa y sus
concupiscencias con él. Pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.
Procuremos más bien, hermanos muy queridos, con una mente íntegra, con una fe firme, con
una virtud robusta, estar dispuestos a cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que ésta
sea; rechacemos el temor a la muerte con el pensamiento de la inmortalidad que la sigue.
Demostremos que somos lo que creemos.
Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo y
que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con
ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos
restituirá al paraíso y al reino, después de habernos arrancado de las ataduras
que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que
tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso; allí
nos espera un gran número de seres queridos, allí nos aguarda el numeroso grupo
de nuestros padres, hermanos e hijos, seguros ya de su suerte, pero solícitos
aún de la nuestra. Tanto para ellos como para nosotros significará una gran
alegría el poder llegar a su presencia y abrazarlos; la felicidad plena y sin
término la hallaremos en el reino celestial, donde no existirá ya el temor a la
muerte, sino la vida sin fin.
Allí está el coro celestial de los apóstoles, la multitud exultante de los
profetas, la innumerable muchedumbre de los mártires, coronados por el glorioso
certamen de su pasión; allí las vírgenes triunfantes, que con el vigor de su
continencia dominaron la concupiscencia de su carne y de su cuerpo; allí los que
han obtenido el premio de su misericordia, los que practicaron el bien,
socorriendo a los necesitados con sus bienes, los que, obedeciendo el consejo
del Señor, trasladaron su patrimonio terreno a los tesoros celestiales. Deseemos
ávidamente,
hermanos muy amados, la compañía de todos ellos. Que Dios vea estos nuestros
pensamientos, que Cristo contemple este deseo de nuestra mente y de nuestra fe,
ya que tanto mayor será el premio de su amor, cuanto mayor sea nuestro deseo de
él.
viernes, 25 de noviembre de 2022
Rechacemos el temor a la muerte
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