De las Homilías de san Gregorio, papa, sobre los Evangelios
María Magdalena, cuando llegó a al sepulcro y no encontró allí el cuerpo del
Señor, creyó que alguien se los había llevado y así lo comunicó a los
discípulos. Ellos fueron también al sepulcro, miraron dentro y creyeron que era
tal como aquella mujer les había dicho. Y dice el Evangelio acerca de ellos:
Los discípulos se volvieron a su casa. Y añade, a continuación: María se
había quedado fuera, llorando junto al sepulcro.
Lo que hay que considerar en estos hechos es la intensidad del amor que ardía en
el corazón de aquella mujer, que no se apartaba del sepulcro, aunque los
discípulos se habían marchado de allí. Buscaba al que no había hallado, lo
buscaba llorando y, encendida en el fuego de su amor; ardía en deseos de aquel a
quien pensaba que se lo habían llevado. Por esto ella fue la única en verlo
entonces, porque se había quedado buscándolo, pues lo que da fuerza a las buenas
obras es la perseverancia en ellas, tal como afirma la voz de aquel que es la
Verdad en persona: El que persevere hasta el fin se salvará.
Primero lo buscó, sin encontrarlo; perseveró luego en la búsqueda, y así fue
como lo encontró; con la dilación iba aumentando su deseo, y este deseo
aumentado le valió hallar lo que buscaba. Los santos deseos, en efecto, aumentan
con la dilación. Si la dilación los enfría, es porque no son o no eran
verdaderos deseos. Todo aquel que ha sido capaz de llegar a la verdad es porque
ha sentido la fuerza de este amor. Por esto dice David: Mi alma tiene sed de
Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Idénticos
sentimientos expresa la Iglesia cuando dice, en el Cantar de los cantares:
Desfallezco de amor; y también: Mi alma se derrite.
Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Se le pregunta la
causa de su dolor con la finalidad de aumentar su deseo, ya que, al recordarle a
quién busca, se enciende con más fuerza el fuego de su amor.
Jesús dijo: «¡María!» Después de haberla llamado con el nombre
genérico de «mujer», sin haber sido reconocido, la llama ahora por su nombre propio.
Es como si le dijera: «Reconoce a aquel que te reconoce a ti. Yo te conozco, no de
un modo genérico, como a los demás, sino en especial.» María, al sentirse llamada
por su nombre, reconoce al que lo ha pronunciado, y, al momento, lo llama «rabbuní»,
es decir: «maestro», ya que el mismo a quien ella buscaba exteriormente era el que
interiormente la instruía para que lo buscase.
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