"Pedro, con Juan a su lado, se le quedó mirando y le dijo:
«Míranos».
Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pero Pedro le dijo:
«No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda».
Hoy me sorprendió esta frase de los Hechos de los apóstoles y, sobre todo, la valentía de Pedro para intentar hacer un milagro. Pero, sobre todo, me quedó dando vueltas una pregunta que esta escena suscitó: ¿qué tengo yo para dar? ¿Tendría el valor de Pedro para dar mi fe de ese modo? ¿Podría yo hacer milagros con mi fe?
Claro que podría, como dice el Señor: "si tuvieras fe como el grano de mostaza, le dirías a esa montaña que se arroje al mar y lo haría". Y, entonces, ¿no es suficiente mi fe? ¿No tengo suficiente?
Creo lo que no tenemos es el valor y la fortaleza que tenía Pedro y Juan, y los apóstoles, para poder dar de lo que tenían: confianza en el poder de la fe. Claro está que no haremos los milagros que ellos hacen, pero podemos hacer otros milagros que son distribuir los frutos del Espíritu Santo que habita en nosotros: podemos sanar corazones dañados, poder sembrar la esperanza en momentos de tinieblas, dar Luz en los caminos oscuros e iluminar los errores del mundo para que la gente no se equivoque, alegrar las vidas de los que están tristes, ayudar a encontrar un sentido a los que vagan buscando un Camino... y tantos otros milagros que, día a día, podemos ir haciendo si reconociéramos que hemos sido llamados a transformar la realidad en que vivimos con el Espíritu del Señor Resucitado.
Por supuesto que, para eso, tenemos que comenzar con nuestra vida creyendo, como lo hicieron los apóstoles que el Señor nos ha dado su Espíritu para que salgamos de nuestro "escondite" y llevemos el mensaje del evangelio por donde Él nos envíe.
Para ello necesitamos que el Señor venga a nuestra casa y se siente a nuestra mesa: "mira que estoy a tu puerta y llamo, si me abres, entraré en tu casa y cenaremos juntos", como los sucedió a los discípulos de Emaús:
"Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro:
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Dejemos entrar al Señor para que el fuego de su Espíritu haga arder el Amor en nosotros para poder, así, encender con ese fuego al mundo entero.
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