De las Cartas de san Bonifacio, obispo y mártir
La Iglesia, que como una gran nave surca los mares de este mundo,
y que es azotada por las olas de las diversas pruebas de esta vida, no ha de ser
abandonada a sí misma, sino gobernada.
De ello nos dan ejemplo nuestros primeros padres Clemente y Cornelio
y muchos otros en la ciudad de Roma, Cipriano en Cartago, Atanasio en Alejandría,
los cuales, bajo el reinado de los emperadores paganos, gobernaban la nave de Cristo,
su amada esposa, que es la Iglesia, con sus enseñanzas, con su protección, con sus
trabajos y sufrimientos hasta derramar su sangre.
Al pensar en éstos y otros semejantes, me estremezco y me asalta el
temor y el terror, me cubre el espanto por mis pecados, y de buena gana abandonaría
el gobierno de la Iglesia que me ha sido confiado, si para ello encontrara apoyo en el
ejemplo de los Padres o en la sagrada Escritura.
Mas, puesto que las cosas son así y la verdad puede ser impugnada, pero no
vencida ni engañada, nuestra mente fatigada se refugia en aquellas palabras de Salomón:
Confía en el Señor con toda el alma, no te fíes de tu propia inteligencia; en todos
tus caminos piensa en él, y él allanará tus sendas. Y en otro lugar: Torre
fortísima es el nombre del Señor, en él espera el justo y es socorrido. Mantengámonos
en la justicia y preparemos nuestras almas para la prueba; sepamos aguantar hasta el
tiempo que Dios quiera y digámosle: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación
en generación.
Tengamos confianza en él, que es quien nos ha impuesto esta carga. Lo que no
podamos llevar por nosotros mismos, llevémoslo con la fuerza de aquel que es todopoderoso
y que ha dicho: Mi yugo es suave y mi carga ligera. Mantengámonos firmes en la lucha
en el día del Señor, ya que han venido sobre nosotros días de angustia y aflicción.
Muramos, si así lo quiere Dios, por las santas leyes de nuestros padres, para que
merezcamos como ellos conseguir la herencia eterna.
No seamos perros mudos, no seamos centinelas silenciosos, no seamos mercenarios
que huyen del lobo, sino pastores solícitos que vigilan sobre el rebaño de Cristo, anunciando
el designio de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres
de toda condición y de toda
edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas, y a tiempo y a destiempo, tal
como lo escribió san Gregorio en su libro a los pastores de la Iglesia.
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