Él le dijo: «Ven». Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame».
A veces creemos, o nos lo han hecho creer, que pedir ayuda o perdón es signo de debilidad de la persona, que eso no es posible para un alma fuerte y autosuficiente. Sin embargo, lo más importante de este evangelio, me parece a mí, es la frase de Pedro: Señor, sálvame.
Pedro en su espíritu fuerte y aguerrido quiso, como Jesús, caminar sobre las aguas (quizás quería ser como Él) y por eso Jesús no dudó en llamarlo a hacer lo que Él, pero llegó un momento en que no pudo seguir por el mido a las aguas y comenzó a hundirse. Quizás, si hubiese dejado que lo domine el orgullo podría haberse ahogado, pero, sin embargo no dudó en pedir ayuda al Señor, pues sabía que él no podría seguir con ese mismo propósito.
Muchas veces, a nosotros mismos, nos sucede que por orgullo no pedimos ayuda, que por vergüenza no hablamos de lo que nos pasa, y nos hundimos en nuestros pensamientos, en nuestras oscuridades. Otras veces, también por el mismo orgullo, no pedimos disculpas o perdón, no decimos que nos hemos equivocado, y así dejamos de lado que esos dolores se vayan acumulando en el alma, produciendo más dolor del que podríamos cargar; o, en otros momentos esos dolores se confunden o se transforman en rencor, que si se acumula llega a ser odio hacia nuestros hermanos. Y así seguimos dejando de lado amistades, a familiares, a gente que antes nos hacía bien estar con ellos, pero ahora ya no están a mi lado, y no puedo contar con ellas porque me oculto detrás de mi orgullo y no puedo decir: Señor, sálvame; hermano, perdóname…
Por todo esto me parece que lo más importante de este evangelio no es que Pedro haya podido caminar sobre las aguas, aunque sea de la mano del Señor, sino que haya tenido la fuerza y el valor, incluso delante de los otros apóstoles, de reconocer su limitación, su miedo y decir: Señor, sálvame.
Así fue un primer paso que dio desde su corazón para que, después del arresto del Señor, pudiera llorar amargamente y arrepentirse de haber negado a Jesús. Su corazón, poco a poco, fuer fortaleciéndose para poder arrepentirse y volver al Señor, pues, como le dijo Jesús en la Última Cena: “Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos”. Así, nuestros arrepentimientos y pedidos de perdón serán siempre un testimonio de nuestra fortaleza en el espíritu para seguir amando como Él nos amó.
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